Recuerdo como, hace poco más de diez años, cuando hablaba de dos de mis pasiones (Islandia y la agricultura ecológica) encontraba habitualmente caras de extrañeza y desconocimiento. Parece mentira, sí, pero no hace tanto me veía explicando dónde está esa isla perdida de poco más de 300.000 habitantes, que ahora es un mainstream del discurso altermundista y el turismo depredador. A Islandia la situaron en el mapa principalmente dos crisis: la provocada por el volcán Eyjafjallajökull en 2010, con la paralización del tráfico aéreo en media Europa, y la última gran crisis económica, con la idealización por parte de determinados colectivos de la supuesta respuesta anticapitalista y revolucionaria de los islandeses. La depreciación de la corona islandesa y la bajada del precio del petróleo hicieron el resto, con el turismo creciendo a tasas brutales cada año gracias a los vuelos de bajo coste y unos precios más asequibles en destino. Pero no voy a hablar en este texto de Islandia. Lo que hoy nos ocupa es la agricultura ecológica.

¿Ecològica?

Lo ecológico está de moda, pero, ¿qué significa exactamente? En muchas ocasiones, al explicar lo que es la agricultura ecológica, la persona interlocutora me ha contestado “Pero si eso es lo que hacía mi abuelo”. Bueno, no es mal comienzo. Sí, en cierto modo hay mucho de recuperar saberes antiguos y en vía de extinción, de practicar una agricultura pre-industrial, anterior a la mal llamada ‘Revolución verde’, que llenó los campos de abonos, pesticidas y herbicidas de síntesis química y, en muchos casos, sumamente tóxicos y contaminantes. Pero también, según los casos, hay ciencia puntera y tecnología, uso de drones y métodos de precisión de irrigación y fertilización.

El primer escollo que se presenta a la hora de ofrecer una definición es el lenguaje. Para muchas, el concepto ‘agricultura ecológica’ es un oxímoron. La agricultura es la alteración tan profunda, el rediseño tan brutal, de un espacio que difícilmente puede, para esas personas, ser ecológica nunca. Otras confunden el subjetivo concepto de la ‘agroecología’ con la ‘agricultura ecológica’, mezclando deseo y realidad. La FAO (Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura) define la agroecología así: “La agroecología es una disciplina científica, un conjunto de prácticas y un movimiento social. Como ciencia, estudia cómo los diferentes componentes del agroecosistema interactúan. Como un conjunto de prácticas, busca sistemas agrícolas sostenibles que optimizan y estabilizan la producción. Como movimiento social, persigue papeles multifuncionales para la agricultura, promueve la justicia social, nutre la identidad y la cultura, y refuerza la viabilidad económica de las zonas rurales.” Una definición amplia, donde caben muchas cosas, y algo difusa e inconcreta. Sin embargo, la agricultura ecológica se puede definir con algo tan concreto y burocrático como un reglamento.

“Que un alimento esté etiquetado como ecológico solo quiere decir una cosa: que el productor ha cumplido con la normativa europea de producción ecológica, que un inspector lo ha certificado, que el agricultor o ganadero ha pagado y le han dado el sello que permite venderlo así”, comenta en el libro Comer sin miedo José Miguel Mulet, licenciado en Química y doctor en Bioquímica en la Universidad Politécnica de Valencia. Mulet, que se hizo viral el pasado mes de marzo cuando, en un programa de televisión en el que se debatía sobre un libro de dietética, Mercedes Milá se refirió a su sobrepeso, es uno de los científicos con mayor aparición en los medios de comunicación en los últimos años, defendiendo siempre a los transgénicos y machacando a la agricultura ecológica. Dedicaremos un amplio reportaje dentro de unos meses a desmontar sus falsedades, manipulaciones y medias verdades. Volviendo a sus declaraciones, es peculiar eso de comentar en tono peyorativo que “solo quiere decir una cosa: que el productor ha cumplido con la normativa europea de producción ecológica”, ¡como si fuese poco! Por fortuna, que un alimento pueda ser calificado legalmente como ecológico, requiere que cumpla con un reglamento de la Unión Europea en el que se establecen una serie de normas, procedimientos y sustancias permitidas y prohibidas. Del cumplimiento efectivo de esa normativa, se encargan unos organismos certificadores que controlan al productor y le otorgan, en caso de cumplir los requisitos, la certificación. Por lo tanto, cualquier alimento que se comercialice como ecológico ha de llevar un sello obligatorio (el europeo de la hoja verde con las estrellas) y, optativamente, el del organismo certificador conforme cumple con la normativa.

Hablaremos más adelante en esta web en detalle sobre ese reglamento, sus claroscuros, la fiabilidad del proceso de certificación, y las aportaciones interesantes de algunas otras disciplinas agroecológicas como la agricultura sinérgica, la biodinámica, la permacultura, etc. De momento quedémonos con que la agricultura ecológica no es lo que cada uno le apetezca considerar, sino una producción agraria y ganadera sujeta a un reglamento oficial de la Unión Europea y controlada por los organismos certificadores de cada país. Esto quiere decir que en toda la Unión Europea se cumplen los mismos requisitos mínimos a la hora de producir un alimento ecológico. Países como Estados Unidos, Japón, Brasil, etc., cuentan con sus propios reglamentos, en ocasiones muy diferentes.

Un alimento ecológico, en general, nos garantiza la ausencia, tanto en su cultivo como en el producto final, de pesticidas, herbicidas y abonos de síntesis química. También, en relación a la ganadería ecológica, que los animales no son tratados con hormonas, no reciben antibióticos de modo preventivo sino en algunos supuestos bajo estrictas condiciones, han sido criados con unos requisitos de bienestar a años luz de la ganadería convencional, con salida al aire libre, amplio espacio y alimentación equilibrada de origen ecológico. Queda prohibida la utilización de radiaciones ionizantes para tratar alimentos o piensos ecológicos y se garantiza la ausencia de transgénicos.

Naranjas sin lista de ingredientes

Haz la prueba. La próxima vez que compres una bolsa de naranjas o mandarinas en el súper, mira bien la bolsa, busca la etiqueta y verás que sorpresa: ¡las naranjas y las mandarinas llevan un listado de ingredientes! Normalmente son ceras y antifúngicos aplicados en la cáscara. Las primeras para que brillen y resulten más atractivas para un consumidor idiotizado; los segundos para mejorar la conservación de los cítricos, teniendo en mente los plazos de exportación, distribución y comercialización. Normalmente estos tratamientos se realizan con fungicidas químicos de síntesis. Lo curioso es como le salen hongos en la piel, una vez las tienes en casa, muchísimo antes a unas naranjas convencionales tratadas que a unas ecológicas sin tratar…

En general este es un patrón repetido que podrás constatar. Los aditivos de cualquier producto ecológico fresco o procesado son muchísimos menos que su equivalente convencional. En parte porque la normativa prohíbe el uso de una gran mayoría de ellos. Los tratamientos poscosecha en agricultura ecológica son prácticamente inexistentes, así como la adición de conservantes y estabilizantes de síntesis química.

Cada compra es un voto

En un sistema capitalista como el que vivimos, nuestro rol principal es, tristemente, el de consumidores. Venimos al mundo a ser productivos para forrarnos nosotros o forrar a otros, y a consumir, a comprar, bienes, objetos, experiencias, etc. incansable y compulsivamente. Alrededor de eso parece girar todo y así vamos, a velocidad de crucero, de cabeza al desastre ecológico. A veces digo, medio en broma medio en serio, que al final el 15M fue la campaña de marketing soñada del Triodos Bank. Dado que quedó claro que no se iba a hacer ninguna revolución, que no se trataba de acabar con el capitalismo sino de hacerlo más amable, en la práctica el gran poso efectivo que quedó tras la desocupación de las plazas fue un potente aumento de los clientes de la llamada banca ética (ya me gustaría que de Fiare en vez de Triodos) y de los grupos de consumo agroecológico. Ese parecer ser el techo del posibilismo transformador de una sociedad que todavía no ha pasado hambre de verdad como para poner el cuerpo y la vida en riesgo haciendo una revolución. El cambio político que han supuesto muchos ayuntamientos gobernados por nuevas fuerzas de izquierda tiene que ver con esa cara más amable y sostenible del capitalismo que se ha llamado, en ocasiones, economía del bien común. La agroecología, el feminismo y el cooperativismo se convierten en las aportaciones principales para coexistir con el capitalismo neoliberal un poco más dignos, menos asfixiados. Exceptuando algún afortunado escapista neorrural, el resto sigue necesitando moneda oficial para piso y comida. Y normalmente eso nos aboca al trabajo asalariado por cuenta ajena, que deja poco tiempo y energías para otras cosas. Asique para “facilitar” las cosas a esa gran masa poblacional cansada, sin tiempo ni energía casi para practicar esos tres ejes de la agroecología, el feminismo y el cooperativismo, aparece el capitalismo “fagocitador” y nos lo ofrece todo pasado por su deconstrucción desactivadora. Ahí están las grandes multinacionales de la alimentación metiendo el hocico en lo ecológico: Heinz ya tiene un kétchup ecológico, Danone unos yogures (con su marca Las 2 Vacas), Hero y Nestlé (con su marca Gerber) potitos para bebés, Puleva leche de vaca, las cadenas de supermercados Carrefour, Lidl, Aldi y Veritas sus propias marcas blancas, El corte Inglés, Carrefour y Caprabo sus amplias secciones y lineales, etc. En cuanto al feminismo, tenemos a nuestro colonizador cultural (Estados Unidos) produciendo series empoderantes, a Pixar y Disney poniendo personajes femeninos en los mismos roles que antes interpretaban personajes masculinos, a Hollywood haciendo cine tan cañero y transgresor como las últimas entregas de Los cazafantasmas y Mad Max, a gran parte de las divas del pop (Madonna, Beyoncé, Lady Gaga, etc.) mostrándose militantes mediante efectivas apariciones mediáticas, a Coca-Cola, Microsoft, Unilever y la Fundación Rockefeller financiando ONU Mujeres, a Stradivarius, Bershka, Zara y Dior vendiendo camisetas con lemas feministas; el feminismo esta tan de moda como recurso publicitario de todo tipo de marcas que incluso se ha acuñado el término femvertising. Tenemos al llamado consumo colaborativo, que iba a ser la panacea y se ha terminado revelando como la cara más salvaje del neoliberalismo, del anarcocapitalismo más bien, con plataformas como Airbnb y Uber haciendo estragos. Tenemos cooperativas para contratar la luz como Som Energia, pero lamentablemente no somos conscientes de que esa es la parte de la comercializadora y que, hoy por hoy, la ley determina que no se puede cambiar de empresa distribuidora, por lo que seguiremos tal cual enchufados a la red de Endesa, Iberdrola, etc., aunque recibamos una bonita factura y el pequeño margen de la comercializadora vaya para una cooperativa. Así pasa también con la cooperativa de telecomunicaciones Eticom Som Connexió, que usa la red de Orange. La empresa francesa Orange tiene un peligroso historial de acoso a los trabajadores, que derivó en oleadas de suicidios en los años 2007, 2009 y 2014. La propia Som Connexió admite en su web que: “La máxima soberanía a la que podemos aspirar en tecnología móvil es a ser operador móvil virtual (OMV), es decir, un operador sin red propia.” Tenemos a empresas que auspician sellos como Certificado UTZ, Rainforest Alliance o Conservation International (en el caso del greenwashing de Starbucks) para aparentar ser sostenibles y justas sin tener que cumplir con criterios reales de agricultura ecológica o comercio justo. Tenemos, ya termino, empresas como una conocida cadena de supermercados ecológicos catalana que, me consta por múltiples testimonios, solo busca precios bajos en sus proveedores y es incluso agresiva e incumplidora con los precios pactados, adquiriendo el certificado B Corporations diseñado para hacer pasar como empresas con conciencia social a todo tipo de corporaciones, incluyendo la marca de helados Ben & Jerry’s perteneciente al conglomerado multinacional Unilever.

Se nos da todo empaquetado para que ya no nos tengamos que preocupar por nada. Todo funciona bien. Es justo y sostenible. Otros se encargan de asegurarnos que es así. Prácticamente no tenemos que modificar ninguno de nuestros hábitos para, de pronto, pasar a ser más responsables, conscientes y éticos.

El panorama desolador que acabo de describir no pretende sumir a nadie en la depresión, sino que trata de motivar a una alerta, a un estar despiertos, activos, no caer en una complacencia acomodaticia creyendo que por cambiar algunos hábitos de consumo estamos transformando el mundo. Sí, es mucho mejor que compres alimentos ecológicos que convencionales, pero si puedes, ves a un mercado de pequeños productores, asóciate a un grupo de consumo donde, aunque sea algo más incómodo tener que ir alguna vez a la semana a un local que quizás no te coja tan a mano y currar montando cestas, te está saltando intermediarios y grandes empresas, estás apoyando y tratando directamente con pequeños productores.

Admito que soy el primero que incurro en numerosas contradicciones y algunos de los comportamientos descritos. Llega el momento de sacar a colación una idea que, últimamente, se escucha en algunos autores y medios. Dado que casi tan importante como la categoría de ciudadanos es nuestra categoría de consumidores, nuestro poder de decisión, de elección, es lo que compramos. Cada vez que compramos un producto ecológico, aunque sea un yogur de una marca de Danone en el Caprabo, estamos diciéndole a esa marca, a ese supermercado, que queremos productos ecológicos, estamos forzando a las marcas a desplazarse a unos métodos de producción más sostenibles. Por lo tanto, pensémoslo así, con cada una de nuestras compras votamos, apoyamos, un modelo productivo. Asique, la próxima vez que vayas a comprar, ¿qué manera de hacer las cosas apoyarás?